viernes, 21 de junio de 2013

La Teoria de la Cuchara by Christine Miserandino

He buscado la manera de explicar que se siente verse bien y por dentro sentirse tan mal, el trabajo que conlleva levantarse dia a día y realizar las labores mas sencillas, el costo que implica y el deseo de golpear a alguien cuando te comenta, "pero si ni parece que estas enferma, ha de ser psicologico"; hoy me encontre este articulo de Christine Miserandino enferma de Lupus y asi como una enfermedad cronica y degenerativa, prima hermana de la EA, me he identificado con su forma de expresarlo.



La teoría de la cuchara (fuente: www.butyoudontlooksick.com, autora: Christine Miserandino)

Mi mejor amiga y yo estábamos en una confitería, hablando. Como siempre, era muy tarde y estábamos comiendo papas fritas con salsa. Como las chicas promedio de nuestra edad, pasábamos mucho tiempo en las confiterías cuando estudiábamos en la facultad, y la mayor parte del tiempo hablábamos de chicos, música o cosas triviales, que en ese momento nos parecían muy importantes. Nunca hablábamos seriamente de nada en particular, y pasábamos la mayor parte del tiempo riéndonos.

Mientras yo tomaba mi medicamento junto con algo de comida, como hacía habitualmente, ella en lugar de continuar con la conversación, se quedó mirándome de modo raro. Entonces, de la nada, me preguntó cómo me sentía teniendo lupus y estando enferma. Yo estaba asombrada, no solo porque ella me hiciera esa extraña pregunta, sino también porque yo había asumido que ella sabía todo lo que se puede saber sobre el lupus. Me había acompañado a ver a los médicos, me había visto caminar con un bastón, y vomitar en el baño. Me había visto llorar de dolor… ¿qué más podría querer saber?

Empecé a divagar hablándole de las píldoras, los achaques y los dolores, pero ella seguía indagando, y ninguna de mis respuestas la satisfacía. Entonces me miró con esa cara que toda persona enferma conoce bien; esa cara de curiosidad sobre algo que ninguna persona sana puede llegar a entender por completo. Ella preguntaba qué era lo que yo sentía, no físicamente, sino cómo me sentía estando enferma.

Mientras intentaba guardar la compostura, le di un vistazo a la mesa buscando algo que me ayudara, o me permitiera ganar tiempo para pensar. Yo intentaba encontrar las palabras adecuadas. ¿Cómo responder una pregunta que nunca había sido capaz de responderme?¿ Cómo explicar la forma en que se desarrolla cada detalle de la vida diaria, y expresar con claridad las emociones que atraviesa un persona enferma? Podría haberme dado por vencida, haber cortado el tema con una broma, como hacía habitualmente, y haber cambiado de tema, pero recuerdo que pensé que si no trataba de explicárselo, ¿cómo podría esperar que ella lo entendiera? Si no podía explicárselo a mi mejor amiga, ¿cómo podría explicárselo a los demás? Al menos tenía que intentarlo.

En ese momento nació la teoría de la cuchara. Agarré todas las cucharas de la mesa; también agarré cucharas de las otras mesas. La miré a los ojos y dije “Ok, veamos, vos tenés lupus”. Ella me miró un poco confundida, como lo estaría cualquiera si se le ofreciera un manojo de cucharas. Las cucharas hicieron un ruido metálico en mis manos, mientras las agrupaba y las ponía en sus manos.

Le expliqué que la diferencia entre estar enfermo y estar sano radica en tener que tomar decisiones o pensar de manera consciente en cosas a las que el resto de la gente no necesita prestarles atención. La persona sana se da el lujo de tener una vida sin tener que elegir entre varias opciones; es algo que la mayoría de la gente da por sentado.

La mayoría de la gente, especialmente la gente joven, comienza el día con una cantidad ilimitada de posibilidades, y con la energía para hacer cualquier cosa que desee. La mayoría no tiene que preocuparse por los efectos que tendrán sus acciones. Entonces para mi explicación, usé las cucharas para ilustrar este punto. Quería algo que ella pudiera sostener y que yo pudiera quitarle, ya que la mayoría de la gente que se enferma siente que ha perdido la vida como la conocía. Si yo tenía el control de quitarle las cucharas, ella entendería lo que se siente cuando alguien o algo, en este caso el lupus, te controla.

Ella agarró las cucharas con entusiasmo. No entendía lo que yo estaba haciendo, pero siempre está lista para pasar un buen rato, y sospecho que pensó que yo iba a terminar con alguna broma como hacía siempre cuando tratábamos temas delicados. No sabía lo seria que yo me iba a poner.

Le pedí que contara sus cucharas. Me preguntó por qué, y le expliqué que cuando sos una persona sana, esperás tener una provisión interminable de “cucharas”. Pero cuando tenés que planificar tu día, necesitás saber exactamente con cuántas cucharas lo estás comenzando. Ella contó 12 cucharas. Se rió y dijo que quería más. Le dije que no, y supe que este jueguito iba a funcionar cuando me miró desilusionada, y ni siquiera habíamos comenzado a jugar. Yo había querido tener más cucharas durante años y no había encontrado la forma de conseguirlas, ¿por qué ella sí podría? También le dije que siempre se fijara en cuántas cucharas tenía, y que no las perdiera, porque no podía olvidar que ella tenía lupus.

Le pedí que hiciera una lista de todas sus tareas diarias, incluyendo las más simples. A medida que nombraba faenas o incluso cosas divertidas, le expliqué cómo cada una le iba a costar una cuchara. Cuando estaba preparada para comenzar a trabajar en la primera tarea del día, la detuve y le saqué una cuchara. Prácticamente salté sobre ella. Le dije “¡No!” todavía no te levantaste de la cama. Tenés que entreabrir los ojos, y darte cuenta de que es tarde. No dormiste bien la noche anterior. Tenés que arrastrarte fuera de la cama, y entonces tenés que prepararte algo para comer antes de que puedas hacer cualquier otra cosa, porque si no lo hacés, no podés tomar tus medicamentos, y si no los tomás podrías desperdiciar todas tus cucharas de hoy, y también las de mañana. Rápidamente le saqué una cuchara y ella se dio cuenta de que ni siquiera se había vestido todavía. Ducharse, lavarse el pelo y depilarse las piernas le costaría otra cuchara. De hecho, andar por todas partes temprano en la mañana podría costarle más de una cuchara, pero pensé que mejor le daría un respiro; no quería espantarla. Vestirse valdría otra cuchara. Me detuve y dividí cada tarea, para mostrarle que era necesario que pensara cada pequeño detalle. No podés simplemente ponerte cualquier ropa cuando estás enferma. Le expliqué que yo tenía que ver, físicamente, qué ropa podía ponerme; si mis manos me dolían, ese día descartaba la ropa con botones. Si ese día tenía moretones, tenía que ponerme mangas largas, si tenía fiebre necesitaría un pullover para mantenerme caliente, y así con todo lo demás. Si tu pelo se está cayendo necesitás más tiempo para lucir presentable, y tenés que incluir en el cálculo otros 5 minutos por sentirte mal al haber perdido 2 horas para hacer todo eso.

Supuse que ella había empezado a entender, ya que teóricamente ni había empezado a trabajar, y ya había usado 3 cucharas. Entonces le expliqué que tenía que elegir el resto del día sabiamente, ya que cuando se acaban las cucharas, simplemente no hay más. A veces uno puede tomar prestadas cucharas de mañana, pero hay que pensar lo difícil que será mañana con menos cucharas. También tuve que explicarle que una persona enferma siempre vive con el pensamiento amenazante de que mañana puede aparecer un resfrío, o una infección, o cualquier otra cosa que podría ser muy peligrosa. Entonces uno no quiere quedarse sin cucharas, porque nunca sabés cuándo podés realmente necesitarlas. No quería que se deprimiera, pero necesitaba ser realista, y por desgracia estar preparada para lo peor es para mí parte de cada día.

Continuamos con el resto del día, y de a poco ella entendió que saltearse el almuerzo le costaría una cuchara, así como ir parada en un tren, o aún tipear en la computadora durante mucho tiempo. Se vio forzada a tomar decisiones y a pensar en las cosas de manera diferente. Hipotéticamente, ella tendría que elegir no hacer los mandados, para poder comer la cena esa noche.

Cuando llegamos al final de ese supuesto día, ella dijo que tenía hambre. Yo le resumí que ella tenía que cenar, pero solo le quedaba una cuchara. Si cocinaba, no tendría energía suficiente para limpiar la vajilla. Si salía a cenar afuera, podría estar demasiado cansada para volver conduciendo a casa. También le expliqué que ni me había molestado en agregar a este juego que tendría tantas náuseas que probablemente cocinar hubiera estado fuera de consideración de todos modos. Ella decidió preparar sopa, eso era fácil. Le dije “son solo las 7 de la tarde y te falta el resto de la noche; supongamos que te haya quedado una cuchara, entonces podrías hacer algo divertido, o limpiar tu departamento, o hacer las tareas de la casa, pero no podrías hacer todas esas cosas”.

Rara vez la veo emocionada, así que cuando la vi apenada supe que tal vez estaba logrando que ella comprendiera. Yo no quería que mi amiga estuviera triste, pero al mismo tiempo estaba contenta porque quizás alguien finalmente me entendiera un poquito. Tenía lágrimas en los ojos y me preguntó en voz baja ”Christine, ¿cómo lo hacés? ¿Realmente hacés esto todos los días?”. Le expliqué que algunos días son peores que otros; a veces tengo alguna cuchara más. Pero nunca puedo hacer que el problema desaparezca ni puedo olvidarme de él; siempre tengo que pensar en ello. Le alcancé una cuchara que había estado reservando. Simplemente le dije: “he aprendido a vivir la vida con una cuchara extra en mi bolsillo, como reserva. Hay que estar siempre preparada”.

Lo duro, lo más duro que he tenido que aprender es a ir despacio, y a no hacer todo. Es mi lucha diaria. Odio sentirme excluida, tener que elegir quedarme en casa, o no hacer las cosas que quisiera. Yo quería que ella sintiera esa frustración. Quería que ella entendiera, que todo lo que la gente hace fácilmente, para mí es como 100 pequeñas tareas todas juntas. Tengo que pensar en el clima, en mi temperatura ese día, y en planificar el día entero antes de que pueda encarar una cosa en particular. Mientras que la gente puede simplemente hacer las cosas, yo tengo que enfrentarlas y planearlas como si se tratara de una estrategia de guerra. Es en el estilo de vida donde radica la diferencia entre estar enfermo y estar sano. Estar sano es tener la habilidad de no pensar y solo hacer. Extraño esa libertad. Extraño no tener que contar cucharas.

Después de que nos emocionáramos y habláramos un poquito más sobre todo esto, sentí que ella estaba triste. Quizás finalmente había entendido. Tal vez se había dado cuenta de que, francamente, nunca podría decir que entendía. Pero al menos ahora no se quejaría tanto cuando viera que yo no puedo salir a cenar algunas noches, o que yo no la visito y ella siempre tiene que venir a mi casa. Le di un abrazo cuando salimos de la confitería. Yo tenía la última cuchara en mi mano y le dije: “no te preocupes. Yo lo veo como algo positivo. Me he visto forzada a pensar en todo lo que hago. ¿Tenés idea de cuántas cucharas desperdicia la gente cada día? Yo no puedo desperdiciar el tiempo, o desperdiciar las “cucharas” y elegí pasar este tiempo con vos!”.

Desde esa noche, he usado la teoría de la cuchara para explicarle mi vida a mucha gente. De hecho, mi familia y mis amigos se refieren a las cucharas todo el tiempo. Se ha convertido en un palabra clave para lo que puedo y lo que no puedo hacer. Una vez que la gente entiende la teoría de la cuchara, parece que me entienden mejor, pero también creo que ellos viven su vida de manera un poco diferente. Pienso que es bueno, no solo para entender a las personas afectadas por lupus, sino para entender a cualquiera que enfrente una enfermedad o una discapacidad. Con un poco de suerte, ellos dejan de dar todo por sentado. Yo doy un pedacito de mi ser, en todo el sentido de las palabras cuando hago algo. Esto se ha convertido en una broma interna. Me he vuelto famosa por decirle en broma a la gente que deberían sentirse especiales cuando paso mi tiempo con ellos, porque así tienen una de mis “cucharas”.




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